Hemos dado testimonio de las sobrias decisiones pronunciadas por la Iglesia sobre el genio del mal; recomendaba a sus hijos que no le temiesen, no se preocupasen por él y ni siquiera pronunciasen su nombre. No obstante esto, la propensión de las imaginaciones enfermizas y las mentes débiles hacia lo monstruoso y horrible, acordaron, durante los últimos tiempos de la Edad Media, una importancia formidable y formas muy portentosas al ser tenebroso que sólo merece el olvido, porque rechazó la verdad y la luz para siempre. Esta aparente concreción del fantasma que expresa la perversión fue una encarnación del frenesí humano; el demonio se convirtió en pesadilla de los claustros, la mente humana cayó presa de su propio miedo, y aunque se creyese razonable, temblaba ante las qui-meras que ella misma invocaba. Un monstruo negro y deforme desplegó sus alas de murciélago, entre el cielo y la tierra, para impedir que la juventud y la vida confiasen en las promesas del sol y en la tranquila paz de las estrellas. Esta harpía de la superstición envenenó todas las cosas con su. aliento, infectó todo con su contacto. Temíase comer y beber no fuera que se ingiriese los huevos del reptil; mirar lo bello era tal vez cor-tejar una ilusión engendrada por el monstruo; reir sugería las befas del atormentador eterno como un eco funerario; llorar era como si se insultase las lágrimas del sufrimiento. El demonio parecía mantener prisionero a Dios en los cielos mientras imponía la blasfemia y la desesperación sobre los hombres de la tierra.
Las supersticiones conducen rápidamente al absurdo y la alienación mental; nada es más deplorable ni fastidioso que los relatos múltiples con que los autores populares de la historia de la Magia cargaron sus recopi-laciones. Pedro el Venerable observó al demonio que miraba salazmente los lavatorios; otro cronista le reconoció bajo la forma de un gato que, sin embargo, parecía un perro y saltaba como un mono; cierto señor de Corasse era servido por un diablillo llamado Ortón, que aparecía como una cerda, pero muy flaca y casi sin carnes. El prior de Saint Germain de Prés, llamado Guillermo Edeline, atestigua haberle visto en forma de oveja que, por lo que le pareció, debía ser besada debajo de la cola, como señal de reverencia y honor.
Las viejas prostitutas confesaban haberlo tenido de amante; el mariscal Trivulcio murió de terror, defendiéndose a cuchilladas contra los demonios que pululaban en su alcoba. Cientos de degenerados y locos fueron quemados al admitir su comercio anterior con el espíritu maligno; por todos lados se oía rumores de íncubos y súcubos; los jueces delibe-raban con gravedad sobre las revelaciones que más bien debían haberse girado a los médicos; además, sufrían la presión irresistible de la opinión pública, y ser indulgente con los hechiceros los exponía a toda la furia del pueblo. La persecución de los Jocos tornó contagiosa la insania y los maníacos se despedazaban entre ellos; la gente era golpeada hasta morir, quemada a fuego lento, sumergida en agua helada con la esperanza de obligarla a romper los hechizos que lanzara, mientras la justicia interve-nía para completar en el cadalso lo que se iniciara con la furia ciega de la multitud.
Al narrar la historia de Gilles de Laval hemos indicado suficiente-mente que la Magia Negra no sólo puede ser un crimen real sino también la más grave de las transgresiones; por desgracia, el método de la época confundía a los enfermos con los malhechores y castigaba a los que debía haber cuidado con paciencia y caridad.
¿Dónde empieza y dónde termina la responsabilidad del hombre? El problema puede perturbar con frecuencia a los virtuosos depositarios de la justicia humana. Calígula, hijo de Germánico, pareció heredar todas las virtudes de su padre, pero un veneno le alteró la razón y se convirtió en terror del mundo. ¿Era realmente culpable, o sus crímenes no deberían achacarse a los cobardes romanos que le obedecieron en vez de arrojarle en prisión?

 
E1 padre Hilarión Tissot, antes citado, va mucho más allá que nosotros, e incluiría hasta el crimen voluntario en la categoría de locura, pero lamentablemente explica la locura como obsesión del espíritu ma-ligno. Le preguntaríamos a este buen eclesiástico qué pensaría del padre de familia que, tras cerrar la puerta a un granuja capaz de toda maldad, le permitiese frecuentar, aconsejar, raptar y obsesionar a sus hijitos? Admitimos, por tanto, como verdaderos cristianos, que el demonio, sea lo que fuere, sólo obsesiona a quienes se le entregan voluntariamente, y que son responsables de cuanto les impulse a hacer, tal como el borracho es responsable de los desórdenes de que es culpable bajo la influencia de la bebida. La ebriedad es una locura pasajera y la locura es una intoxicación permanente; ambas son causadas por una congestión fosfórica de los nervios cerebrales, que destruye nuestro equilibrio etérico y priva al alma de su instrumento de precisión. El alma espiritual y personal se pa-rece entonces a Moisés atado y fajado en su cuna de juncos, y abandonado al balanceo de las aguas del Nilo. Es llevado lejos por el alma fluídica y material del mundo, el agua misteriosa sobre la que se cernían los Elohim cuando fue formulada la Palabra Divina con la frase luminosa: "Hágase la luz".
El alma del mundo es una fuerza que tiende automáticamente hacia el equilibrio; la voluntad debe predominar sobre ella o ella vence a la voluntad. Una vida incompleta la atormenta, como si fuese una monstruosidad, y por ello pugna por absorber los abortos intelectuales. Por esa causa los maniacos y alucinados experimentan un ansia irresistible de destrucción y muerte; la aniquilación les parece una bendición, y no sólo obtendrían la muerte para sí sino que se deleitarían presenciando la de los demás. Comprenden que la vida se les escapa; la conciencia los azota y punza hasta desesperarlos; su existencia sólo percibe la muerte y es un tormento infernal. Uno oye una voz imperiosa que le ordena matar a su hijo en la cuna. Lucha, llora, solloza pero termina apoderándose de un hacha para asesinar a la criatura. Otro (y esta es una historia terrible, ocurrida hace poco) es inducido por voces que piden corazones a gritos; golpea a sus padres hasta matarlos, les abre los pechos, les arranca los corazones y empieza a devorarlos. Quien por su libre albedrío es culpable de una mala acción, con ese hecho contrata su destrucción eterna sin prever hasta dónde le llevará este fatal convenio.
El ser es sustancia y vida; la vida se manifiesta mediante el movimiento; el movimiento se perpetúa mediante el equilibrio; el equilibrio es, por tanto, la ley de la inmortalidad. La conciencia es la intima captación del equilibrio, que es equidad y justicia. Todo exceso, cuando no es mortal, es corregido por un exceso opuesto; esta es la ley eterna de reacción; pero si el exceso subvierte todo equilibrio, se pierde en la oscuridad externa y se convierte en muerte eterna.
El alma de la tierra lleva consigo en el vértigo del movimiento astral todo lo que no ofrece resistencia en virtud de las fuerzas equilibradas de la razón. Dondequiera se manifieste una vida imperfecta y deforme, esta alma dirige sus energías para destruirla, tal como la vitalidad se derrama para curar las heridas. A ello obedecen los trastornos atmosféricos que ocurren cerca de ciertas personas enfermas, las conmociones fluídicas, el movimiento automático de las mesas, las levitaciones, las pedreas, y la proyección visible y tangible de manos y pies astrales por parte de obsesos. La Naturaleza trabaja sobre un cáncer que procura extirpar, sobre una herida que busca cerrar, o sobre un vampiro cuya muerte se desea, para que vuelva a la fuente común de la vida.
El movimiento espontáneo de los objetos inertes sólo puede resultar de la actividad de fuerzas que magnetizan la tierra; un espíritu, o en otras palabras, un pensamiento, nada puede levantar en ausencia de una pa-lanca. Si fuese de otro modo, el trabajo infinito —por así decirlo— de la Naturaleza para crear y perfeccionar los órganos carecería de objeto. Si el espíritu liberado de los sentidos pudiese hacer que la materia le obedeciese a voluntad, los ilustres difuntos serían los primeros en manifes-tarse de acuerdo con el orden y la armonía, pero en lugar de esto sólo hay actividades incoherentes y febriles producidas en torno de seres en-fermos y caprichosos. Estos son imanes irregulares que alteran el alma de la tierra; más cuando ésta se halla en delirio por las erupciones de tales seres abortivos, ello ocurre porque atraviesa una crisis, que culminará en conmociones violentas.